Ese día la Luna se mecía en el predicamento de levantar las aguas que darían vida a los caídos, su maldición blanquecina cubría en velo al hombre de piel morena que se encontraba sobre mi cuerpo, aplastando seductoramente mis huesos, olfateando mi piel y besando como devorando mi cuello; soy una guerrera pero cuando sus manos me apretaban soñaba con ser una presa pensando que en vez de una muerte honorable podría obtener un plácido y kármico fenecer.
Yo era una cazadora, buscando con mis botas embarradas de musgo esa creatura que estaba devorando mi rebaño, no es que viviera en el campo, sólo encontraba divertido de vez en cuando visitar realidades campiranas para poder afilar un poco más mi espada: en la ciudad no era más que un samurái del siglo XXI, en la tierra de mis padres no era más que una cazadora con un arma algo estrambótica. Siendo cazadora, nunca maté un conejo, un ciervo o animal que atrajera en mí sentimientos como la ternura, no era una sensación que quisiera experimentar ya que un samurái sólo sabe de protección y muerte, no asesinatos a inocentes, por lo cual para mí las instancias de creaturas mitológicas que dañen a la comunidad más que maldición era la bendición perfecta de darme la oportunidad de practicar sin lidiar con el cargo de conciencia.
Lo vi una de esas noches claras donde se desnuda el cielo estrellado, en el cual las sombras se hacen más tenebrosas. Vi sus cabellos negros mordisqueando un conejo de pelaje blanco que ahora contaba con algunas motitas rojas que lo hacían exótico; esto en vez de enfurecerme, atemorizarme u ocasionar alguna sensación o sentimiento razonable, me erotizó logrando que mis labios tomaran una coloración rojiza que, creo yo, debió provocar un olor particular, porque de repente esos ojos cafés de animal hambriento, se tornaron a los míos y se volvieron amarillos. No corrí, “para qué”, pensé, por un lado tenía la alternativa de practicar el uso de mi buena espada, por lo que opté a tomar postura de combate en guardia media; y por otro lado, podría tal vez tener la oportunidad de seducir a tamaño semental que a mi parecer sólo sabía de sangre.
Nunca había experimentado un combate de tal envergadura, sus garras eran como diez kodashi que me invitaban a una rasgada muerte, mis ropas se rompieron y este animal profirió vocablo: “Soy yo...” y volvieron los rugidos. La Luna se cubrió mortalmente por un manto de niebla y pude ver esos ojos, yo los conocía o había conocido al menos, pero no me atreví a nombrarlo, sólo hice lo que se asociaba a ese recuerdo: solté la espada y lo apreté contra mis brazos. No sé si fue un chance de la Luna o mi deseo que sobrepasó lo sobrenatural, pero su cuerpo comenzó a perder el duro pelaje y sus manos en vez de lastimarme, aunque ya lo había hecho en la pelea, comenzaron a repasarse en mi cuerpo, como recuperando un recuerdo. A pesar de que su bestial apariencia había desaparecido, esa aura de licántropo seguía sudando sobre mis pechos que tocaba, retomando la posesión de éstos, que si bien, pasado el tiempo, habían sido tocados por unos pocos, siempre le pertenecieron. Y yo recordé la promesa, esa promesa de que aunque ambos fuéramos de espacios disímiles, en las noches, en donde los peligros son varios y los testigos pocos, podríamos amarnos por un instante y tal vez, con suerte, morir como un par de cazadores siendo cazados.